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Publicado originalmente en septiembre de 2016

«Madre, madrecita, me voy a reunir con mi hermana y papá al otro mundo, pero ten presente que muero por persona honrada. Adiós, madre querida, adiós para siempre. Tu hija que ya jamás te podrá besar ni abrazar.»

—Julia Conesa, 19 años. Última carta a su madre escrita horas antes de ser fusilada en las tapias del Cementerio del Este, 5 de agosto de 1939

Quique llegó jadeando a la acera donde había quedado con el resto de compañeros de clase; se le había dado mal el transporte público y había bajado la calle corriendo para no llegar tarde. Alicia, la profesora, les había pedido que usaran ropa discreta como muestra de respeto, e, inconscientemente, se estiró el polo y se colocó correctamente el pantalón.

Alicia, siempre puntual, ya estaba allí recibiéndoles con una sonrisa. Le encantaba que le diera clase: era joven, y su pelo cortado con maquinilla y grandes gafas de pasta negra la hacían destacar en cualquier lugar del colegio; además, era la única profesora tatuada. Hoy, fuera de las reglas del colegio, se había vestido con una larga falda roja y una discreta camiseta negra.

A pesar de su sonrisa, se notaba una mirada triste y una actitud de profundo ensimismamiento. Se aclaró la voz brevemente cuando ya estaban todos en la estrecha acera, intentando no interrumpir el tránsito a las pocas personas que deambulaban a esas horas de la mañana, y comenzó a hablar:

—Buenos días a todos. Gracias por venir a un sitio como este a estas horas y fuera del horario de clase —hizo una corta pausa y les sonrió con afecto—. ¿Sabéis? La historia no es algo muerto que se estudia en clase en libros de texto. La historia es algo vivo que se crea día a día, algo que como seres humanos hacemos cada día. Hay una frase que se le atribuye a diferentes personas y me gusta tener presente: «Aquel que no conoce la historia está condenado a repetirla». Esto no significa que haya que memorizar datos y fechas, sino comprender qué es lo que ha pasado, sus causas y sus consecuencias; esto nos ayuda a saber cómo evitar aquellos hechos que no deberían haberse producido nunca jamás... ¿Alguno sabe qué pasó en este muro hace casi 80 años?

Fernando, uno de los compañeros más listos, levantó la mano y dijo:

—Ayer, cuando le dije a mi padre dónde veníamos, me contó que aquí habían fusilado a mucha gente.

—Exacto. Al menos 2687 personas —hombres y mujeres— fueron fusilados en este muro de este cementerio, el Cementerio del Este de Madrid, entre 1939 y 1945.

Quique pudo escuchar claramente un profundo suspiro de su profesora. Todo se congeló de repente; sus compañeros contenían la respiración, expectantes e impresionados.

—Los agujeros que veis fueron hechos por las balas que usaron... Les hacinaban en cárceles sin condiciones de salubridad, les juzgaban sin ningún tipo de defensa real, y al cabo de unos días o meses les subían a camiones, les alineaban ante el paredón y los ejecutaban... Luego solo tenían que tirarlos a las fosas —la voz de la profesora se fue apagando según hablaba, rota por el dolor. Negando con la cabeza, se repuso.

—Pero supongo que algo harían para que los mataran... —comenzó a decir María, arrugando el entrecejo, pensativa.

—Nada justifica matar a otra persona, absolutamente nada —respondió Alicia con convicción—. En este caso, además, casi todos fueron asesinados por pensar de otro modo, tener otras ideas, vivir de otro modo, o simplemente acusados falsamente por vecinos sin escrúpulos.

Todos los alumnos enmudecieron ante esta afirmación y finalmente le dieron la razón asintiendo con la cabeza.

—No os he traído hasta esta tapia en ruinas para analizar culpas ni para alimentar resentimientos; el único motivo de la visita de hoy es que reflexionéis por vuestra cuenta, como siempre os digo en clase, sobre lo que pasó aquí. ¿Para...? —dejó la pregunta abierta en el aire.

—Para que no estemos condenados a repetirlo... —completó Quique.

La expresión de Alicia se dulcificó:

—Exactamente.