Atalanta
Publicado originalmente en enero de 2017
El hermano Joseph volvió a escuchar el débil gruñido de queja a su espalda, quizá por décima vez, y volvió la cabeza; ya había perdido la paciencia.
—¡Atalanta! No puedo concentrarme en la lectura si continúas con esos ruidos.
—Verdaderamente, hermanito, no sé cómo los humanos habéis creído tantas tonterías durante tantos siglos.
La voz de la enorme ángel era grave y profunda; su cuerpo, un conjunto de músculos en perfecta armonía, y su color verde esmeralda no desentonaba con el negro de sus alas. Unas enormes alas prácticamente lisas, sin ningún tipo de pluma, de perfecta aerodinámica. Su pelo oscuro y liso caía en el espacio entre ellas, y la espada en su cinto pesaba más que el propio sacerdote. Sus ojos, levemente rasgados, de un color negro azabache sin asomo de blanco en su esclera, aún le ponían los pelos de punta.
El cuerpo de Atalanta era el de un animal salvaje: puro instinto, movimientos felinos, el perfecto guerrero; pero también había visto que, mientras paseaba por el gran bosque alrededor del monasterio, las plantas florecían a su paso y los árboles se inclinaban. Su sonrisa podía ser tan tierna y bondadosa que descongelaba el corazón o puro hielo de las nieves eternas.
No en vano era una Ángel de la Madre, la primera renacida en la tierra después de muchos miles de años, y su poder se basaba en la tierra, las nubes, el aire y el fuego. Con sus casi tres metros de altura podía correr, andar, nadar o volar tan rápido como lo deseara y sin el más mínimo esfuerzo, en armonía perfecta con lo que la rodeaba.
—¿Ángeles en el cielo?, ¿asexuados? No tiene pies ni cabeza —continuó ella, indiferente a sus quejas—. Un ángel es lo que es, una Potencia de la Vida encarnada. No existen esas cosas del cielo y el infierno, únicamente energía en diferentes manifestaciones.
—Y muerte —murmuró Joseph mientras la miraba intentando entender.
—Lo que llamáis muerte no es más que otro estado —Atalanta se encogió de hombros—. Simplemente un cambio más: la parte física se descompone en sus partes más elementales para nutrir a otros seres y la parte viva vuelve a unirse con el Todo, quizá para cambiar nuevamente de estado o para permanecer en un estado de contemplación...
—¿Dependiendo de si has sido «bueno» o «malo»? —preguntó intrigado Joseph.
—No existen tampoco esos conceptos, ni hay nada por lo que pagar, ni nada parecido al pecado —los ojos de Atalanta brillaron con intensidad—. Esos son conceptos humanos para manipular y separar.
—¿Humanos? Pero la Biblia dice...
—Un libro escrito por y para humanos. ¿No te das cuenta, hermanito, de que todo lo que te rodea es bello y hermoso, creado para el disfrute? ¿Por qué lo primero que haces cada día cuando te reúnes con tus semejantes honrando al espíritu del mundo en vuestros templos es pedir perdón? ¿Quién crees que te va a perdonar? Y, sobre todo, ¿qué se supone que tiene que perdonarte? —el tono de Atalanta ahora era compasivo y profundamente triste.
—Pido perdón al Padre por mis pecados y mi culpa —adujo Joseph firmemente.
—El Padre no es más que una parte del todo; me entristece profundamente que hace tanto tiempo que olvidarais a la Madre —Atalanta suspiró y se sentó de rodillas frente a Joseph, cogiendo sus débiles hombros entre sus enormes manos—. Y créeme que ni uno ni otro, que en verdad son la misma cosa, tienen nada que perdonar, porque tú eres parte de todo lo que existe...
Repentinamente, movida por algo que Joseph fue incapaz de percibir, Atalanta se puso en pie y miró hacia las montañas.
—Ha llegado el momento, hermanito, debo partir. ¡No me olvides!
—Nunca —susurró Joseph mientras Atalanta se impulsaba verticalmente con un tremendo salto y comenzaba a volar, desapareciendo de su cansada y envejecida vista en segundos.
Sola, en la inmensidad de los cielos, Atalanta volaba dichosa hacia los pueblos de los hombres, llevando un mensaje de paz, hedonismo, creación, sensualidad, sentimientos, tolerancia y amor.