Don Luis
Publicado originalmente en junio de 2018
I
Estaba fatigado, realmente cansado. Tantos años de vida, vividos, eso sí, casi siempre felices y plenos, y con algunas fatalidades —como la muerte de Marisa, su leal compañera durante años en los que habían sido inmensamente felices—, lo que al fin y al cabo era ley de vida a los noventa y dos años. El sol de principios de septiembre —mucho más suave y agradable que el de un par de semanas antes— calentaba sus viejos huesos, sus brazos de piel dura y cobriza, curtidos y fibrosos tras tantos años de trabajar el campo, trashumancia, guerra, trincheras, huidas y hambrunas, aunque también amistad, compromiso y solidaridad, amor y amoríos, descubrimiento y aventura, aprendizaje y descendencia...
Levantando la mirada hacia el horizonte, se perdió en una nube de recuerdos cada vez más difusos en imágenes, como las lentes de una cámara mal enfocadas, pero con la misma emoción con la que había vivido todos y cada uno de ellos. Noventa y seis años acumulados. «Y aún sigo aquí», se dijo asombrado.
II
Marta miraba de reojo a su abuelo desde la ventana de la cocina, donde desayunaba tranquila un desayuno como Dios manda, de los de café negro, espeso y amargo, y pan tostado con mantequilla. Tenía un leve remordimiento por saquear la despensa del yayo los pocos días que podía ir a verle en verano, y que esperaba con todas sus fuerzas el resto del año. Esos días en que descansaba, reponía fuerzas y sentía cómo la tensión acumulada salía poco a poco de su cuerpo.
Allí sentado, en el banco de la puerta, siempre con su camisa de manga larga y su boina negra y limpia, se le veía feliz y pleno, posiblemente entregado a su memoria en ocasiones, pero sin gana alguna de rendirse aún. No había pasado la guerra y una dictadura para ahora desentenderse del mundo. El abuelo tenía teléfono de toda la vida y Sara no dejaba pasar un fin de semana sin intercambiar unas palabras —a veces parcas, pero siempre sentidas— con él.
—¿Cómo andas, mi niña? No dejes que en el despacho ese te malogren.
—Nunca, yayo.
III
—Aelo.
Su bisnieta se acercaba a pasos torpes y lentos, abriendo las piernas con el instinto de guardar el equilibrio, unas hojas de hierbabuena arrancadas de alguna maceta del alféizar de la ventana del salón y una gran sonrisa en la cara. Levantó sus bracitos enfáticamente, en un gesto de significado universal. «Cógeme, cógeme», decía.
Don Luis, recurriendo a sus pocas fuerzas —pese a que Nuria era ligera como una pluma—, la cogió por la cintura con delicadeza, como temiendo romperla o dañarla con el callo de sus antes fuertes manos, y la sentó en sus rodillas.
—¡Ti! —La pequeña le tendía las hojas de su mano, ahora aplastadas y desprendiendo un olor intenso.
—¿Son para mí, Nuria? —Era inevitable: su gruesa voz se ablandaba cada vez que le hablaba, no fuera a asustarla, no fuera a adivinar algunas de las cosas de su vida de las que no estaba orgulloso—. «Tanta muerte...».
Nuria asintió enfáticamente con la cabeza recostándose en su pecho, protegida. «Vivir merece la pena», pensaba él sonriendo.