El Pozo

Publicado originalmente en marzo de 2016

Cuando desperté, aterido de frío, lo primero que vieron mis ojos fue la noche estrellada. Sobre mi cabeza se veía perfecta y brillante Ursa Minor, la Osa Menor, con Polaris señalando el norte. La luna llena brillaba en todo su esplendor. Notaba la cabeza ligeramente embotada y un ligero sabor amargo en la boca. El lugar exudaba un olor acre, amargo y húmedo.

Me senté lentamente, apoyando mi espalda en un murete semiderruido, y una vez conseguí controlar mi agitada respiración, contemplé con todos mis sentidos —ya en plenas facultades— el lugar en que me hallaba. Parecía ser un patio interior de una antiquísima fortaleza, abadía o similar.

Al fondo se alzaba una pared repleta de musgo verde rezumando humedad y líquenes plateados. En el centro de la pared se encontraba una placa con una inscripción. Girando mi mirada, podía ver que a los lados del muro se abrían dos arquerías de medio punto, tres arcos en cada lateral. Las piedras estaban tan deterioradas y eran tan antiguas que no conseguí reconocer de qué periodo histórico provenían, ni tan siquiera una localización geográfica aproximada.

En el centro del patio —entre cuyas baldosas apenas surgía vegetación, en contraste con la frondosidad de verdes de los muros— se alzaba un enorme pozo, de unos cinco pasos de diámetro y cuyo pretil llegaba casi hasta mi pecho y me impedía ver lo que había en él. «Maestros del Círculo, ¿Dónde estoy esta vez?», me pregunté confundido.

Afortunadamente, durante la Traslación no había perdido la ligera mochila de cuero en la que transportaba los enseres que iba a necesitar para mi misión. Se encontraba al lado de mi mano izquierda, lista para ser usada.

Me levanté con cuidado y probé mis piernas andando lentamente, y viendo que no tenía problemas, me puse a hacer una inspección más profunda de lo que me rodeaba. Recoloqué mi casulla para que me cubriera por completo protegiéndome de la gélida noche y colgué la mochila de mi hombro con acceso conveniente a sus bolsillos y recovecos para mi mano derecha.

Empecé a recorrer el perímetro en el sentido de las agujas del reloj contando los pasos de cada lado; no me había equivocado: cada lado tenía treinta pasos formando un cuadrado perfecto. Por el momento decidí no explorar los oscuros soportales; la energía oscura que emergía de ellos era demasiado poderosa en el estado de confusión en que me encontraba. Succionaba mi ser con dedos de hielo.

Bordeé el enorme pozo memorizando cada piedra, cada recoveco, descubriendo con horror que lo que en principio tomaba por manchas de barro eran en realidad grandes zonas de sangre coagulada.

Asomándome con cuidado al interior, fui incapaz de ver cuántos metros descendía aquel pavoroso agujero en la tierra y casi caí a su interior por los pestilentes efluvios que manaban de él.

Recuperado de la impresión, me acerqué a la placa tras lanzar sobre mí los pertinentes conjuros de Protección. La placa, de metal negro y sin una sola grieta visible, tenía inscrito en un bajorrelieve una palabra en un alfabeto rúnico desconocido para mí. Dado que no se veía marca de cincel ni herramienta alguna, supe con seguridad que había sido creada con magia de Fuego y Tierra. Los trazos eran demasiado poderosos para ser transcritos en parte alguna, y por ello los omito de esta breve crónica. De seguro, era un mensaje de muerte y oscuridad.

Una vez hube visto todo lo que debía ver me senté en completo silencio donde había despertado meditando en mi Ser. Y aguardé.

Horas después, asomando el alba, delante de mí apareció. Una pequeña niña, de no más de cuatro años, cantaba alegre dando vueltas al pozo. Su cuerpo translúcido, una leve sombra de lo que fue, rezumaba amor entre tanta podredumbre. La canción, incomprensible para mí, parecía una sencilla tonada improvisada. Después de varias vueltas percibió mi presencia y me miró dubitativa y con grandes ojos esperanzados. Me preguntó algo ininteligible chapurreando en su idioma. No lo entendí con los oídos, sino con el Sentido Interno:

—¿Puedes ayudarme?

Invistiéndome en el Poder, pronuncié en voz alta y clara:

—Eres libre.

Su figura se desvaneció en segundos, y la pérfida presencia mantenida por los incontables sacrificios en el oscuro pozo desapareció tras un largo gemido de lucha.

Antes de volver a mi tiempo y espacio guiado por los Ancianos, escuché un leve susurro infantil dedicado a mí:

«Gracias»