La urdimbre del mundo
Publicado originalmente en julio de 2015
Cuando entré en el cuarto —como siempre bien iluminado y ventilado, con las paredes repletas de libros—, de un antiguo tocadiscos salía la voz ya madura de Billie Holiday:
How long I wondered, could this thing last
But the age of miracles, it hadn't past
And suddenly, I saw you standing right there
And in foggy London town, the sun was shining everywhere
Y como siempre, doña Clara, sentada en su mesa de trabajo, se afanaba en su misteriosa tarea diaria: con un mapa del mundo pulcramente dibujado a lápiz extendido delante de ella, con paciencia, lentamente, borraba los trazos. Con un suspiro me senté en una silla junto a ella y esperé, como siempre, alguna señal, alguna indicación de qué era aquello que estaba haciendo día tras día. Por primera vez en todas las semanas que llevaba acudiendo a su pequeño despacho, ella volvió la mirada hacia mí y sonrió. Aquella no era una mirada demente; en el fondo de sus ojos se apreciaba una inteligencia brillante. La sonrisa de la nonagenaria me dio fuerza para realizar mi pregunta:
—¿Qué está haciendo, doña Clara?
Con su voz anciana pero firme y serena contestó:
—Estoy reparando la urdimbre del mundo.
Asombrado por aquella extravagante respuesta continué la conversación:
—¿Sabe quién soy?
—Eres Lucas, del hospital psiquiátrico, te envían mis nietos para ingresarme —mientras hablaba sus labios esbozaron una leve sonrisa.
—Bueno, eso no es exactamente así, ellos están preocupados por lo que hace, no saben a qué atenerse. Se pasa usted las horas borrando líneas de viejos mapas pintados a mano.
En ese momento reparé en algo que en todos aquellos días que llevaba yendo, sentado en la misma silla, escudriñando a la anciana, no había notado: en uno de los estantes del secreter se encontraba cuidadosamente colocado un título de Maestra de Primera Enseñanza de la República. Ahora sabía algo más, intuía cómo seguir la conversación.
—¿Repara la urdimbre del mundo borrando líneas de un mapa?
—Exacto. ¿Sabes qué son las líneas que borro?
—¡Las fronteras! —solté de golpe, casi gritando. Ahora lo veía claro.
Ella sonrió, ahora sí, de manera plena, y afirmó con la cabeza.
—Esas líneas son las cicatrices del mundo, cicatrices que los seres humanos nos seguimos empeñando en producir. Herimos la tierra cada vez que nos enfrentamos al otro, negamos al otro, nos sentimos superiores al otro —su voz había ido subiendo in crescendo y por unos momentos recuperó la rabia de su juventud—. Cada vez que dejamos al otro morir en la miseria, cada vez que tememos al otro por ser diferente, por tener otro color, otra cultura, por ser de otro sitio, cada vez que no le dejamos pasar —su voz se extinguió, con un triste suspiro, y volviendo la cabeza hacia mí preguntó—: ¿Aprenderemos alguna vez?
—¿Aprender? —pregunté confuso.
—Que la diferencia no es mala, sino buena, que somos nómadas que decidieron parar un rato y olvidaron seguir su camino.
Mientras reflexionaba sobre su pregunta, mis ojos volaron a través del escritorio, y caí en cuenta de mi error, mi profundo error al haberme obcecado en observar a la anciana como objeto de estudio y no como quien era. En el compartimento situado sobre aquel en que se veía el antiguo título, se encontraba un fajo encintado de antiguas fotos en blanco y negro.
—Adelante, cógelas —me animó.
Con infinito cuidado comencé a pasar las fotos una detrás de otra: doña Clara delante de un grupo de niños vestidos de domingo delante de una vetusta clase, vestida con un uniforme republicano con un pesado fusil a la espalda, rodeada de un grupo de oficiales americanos en algún lugar sin referencias, y finalmente, en una casa de estilo árabe al lado de un hombre de piel levemente bronceada y pelo negro y rizado al que abrazaba por la cintura.
—Argelia, en el exilio —me informó.
Cogiendo una segunda goma de borrar de una cajita al lado del mapa, me miró fijamente diciendo:
—¿Me ayudas?