La vieja colina
Publicado originalmente en julio de 2018
Sobre la vieja colina hay una casa; no es una gran casa, más bien es una casa pequeña, con un par de pequeñas habitaciones con pequeñas ventanas que impiden el paso del frío, y una sala común que hace las veces de salón, comedor, cocina y cuarto de juegos. El suelo es de piedra, bien cortada, lisa y afirmada; las paredes, de gruesa piedra, extraída de sus viejos huesos. Varias alfombras sobrias pero bien tejidas calientan los pies descalzos de niños y adultos, y la gran chimenea del muro del fondo ayuda a que los inviernos sean llevaderos y es imprescindible para el alimento diario. Una amplia mesa, elaborada con gruesos tablones bien lijados, y cuatro taburetes del mismo árbol —que murió anciano y feliz hace años y al que ahora se dota de nueva vida y significado—, está en el centro de la estancia. En las paredes, austeros aperos de labranza, un hacha siempre afilada y, en el rincón más iluminado por la austera ventana junto a la puerta, un pequeño cesto de mimbre donde duermen los juguetes: dos muñecos de trapos y botones por ojos y un batiburrillo de tesoros conseguidos en breves escapadas.
A la vetusta colina le gusta la casa; al fin y al cabo, es parte de ella: la nota limpia, sin humedades, siempre oliendo a hierbabuena, salvia y otras hierbas, bien barrida y ordenada. Le gusta sentir el calorcito sobre sus viejos huesos en invierno, ayudándola a mantenerse un poco más viva y despierta.
Pero, sobre todo, más que nada, adora a los humanos —diminutos, frágiles y fugaces— que la habitan. Nota los pasos ligeros y siempre trotando de los niños, Hermano y Hermana, que apenas levantan del suelo; le hacen sonreír y, en esos momentos, alguna florecilla aprovecha para abrirse. Nota los pasos firmes y seguros de Madre, siempre organizando, limpiando, mediando en las pequeñas peleas de los pequeños niños, cocinando esas comidas que inundan de olores su vieja superficie rocosa. Nota, naturalmente, los pasos más pesados de Padre, que recorre a menudo toda su superficie, transportando todo tipo de cosas, haciendo todo tipo de planes imposibles a los que Madre contesta, simplemente, levantando una ceja o meneando la cabeza.
En los momentos en que está más despierta —normalmente en verano—, vela por ellos lo mejor que puede, manteniendo limpio el riachuelo que mora en su interior y haciendo que salga con fuerza y vigor a escasos metros del hogar, vigilando el viento más fuerte para desviarlo moviendo despacio, muy despacio, sus anchos hombros poblados de peñascos. Si alguno de los niños desaparece de la vista de Padre y Madre, ella les avisa, haciendo caer una pequeña roca o moviendo aquella veta de cuarzo para que refleje con más intensidad la luz del sol; normalmente, Madre mira a su alrededor, como notando el cambio, y Padre deja lo que está haciendo con un suspiro resignado para salir detrás de ellos. Casi nunca se acercan animales peligrosos —la vieja colina es excesivamente vieja para atesorar nada de su interés—, pero en caso de que alguno lo haga, se encarga de moverse lo suficiente, dándose impulso, para que los pocos árboles que hay cerca de la casa se muevan con un ruido de hojas atronador.
De pronto recuerda: hace tiempo que ha olvidado su nombre, su nombre humano, puesto que ella no necesita nombres para saber que es ella y dónde empieza y dónde termina de ser ella para ser Todo o quizás Tierra. En los tiempos en que tenía nombre entre los humanos, estos la visitaban constantemente, usaban sus campos para labrar y para plantar, para cultivar con esmero, para cosechar y trillar, para sus fiestas y diversiones, y sentía la vida en toda su piel de roca como pequeños alfileres.
Ahora solo quedan ella, Hermana, Hermano, Madre y Padre, y ella se contenta; ha vivido situaciones mucho peores, cuando otros, que llamaban Guerreros, pisotearon su hierba con botas de hierro, ensuciaron sus peñascos con restos de comida y basura, emponzoñaron su riachuelo hasta hacerlo enfermar. No fueron tiempos buenos, tiempos a recordar, pero su memoria abarca todas y cada una de las piedras y briznas de hierba que la componen.
«La colina de Mardia» —recuerda de pronto—, sí, ese era su nombre entre los humanos en aquel tiempo, aunque ignora si continúa siéndolo en este. Con un largo suspiro que hace que todos los insectos, reptiles, roedores y pájaros que la habitan callen de pronto, entrecierra los ojos aletargándose una vez más. Sí, definitivamente, Familia le gusta.