Recuerdos
Publicado originalmente en mayo de 2019
I
Para Adela Serrano, la Larga, durante las últimas horas la visión del mundo se ha limitado a la perspectiva bidimensional del único ojo que tiene pegado a la mirilla telescópica de su rifle. El otro, cerrado firmemente para no perder concentración ni quedar cegada por la luz del día, ya apenas lo siente. Tumbada bocabajo en la era más alta, sobre hierbas ralas y secas y rodeada de plantones aletargados de tomillo blanco, dos altas y espigadas retamas apenas la camuflan de miradas indiscretas. Su cuerpo está plenamente relajado, su corazón latiendo tan lento que apenas parece respirar, la presa acechada se ha vuelto predadora.
Está en la posición perfecta, justo a la izquierda de su mirada el mojón clavado en la linde entre el prado «de la revuelta» y la era «de los Gimeno», a la derecha el manzano viejo y reseco que ya nadie recoge, sus ramas estáticas por la ausencia de viento. Un buen indicador para cuando haya que tirar de gatillo. El cañón del arma firme entre dos rocas del murete que sujeta el terreno.
Esta vez se ha preparado de antemano, no como aquella vez en que esos asesinos arrasaron con el pueblo, sacándolas a ella, a madre y a la yaya a la plaza con las demás mujeres y rapándolas, fusilando a vecinos no recuerda por qué. Cuando se recuperó de las palizas y vejaciones, cuando sus huesos soldaron y su cabello volvió a rebrotar, se lanzó al monte con la escopeta de caza de padre. «Frio» Ya los barrunta, los siente en sus viejos y enormes huesos cansados, en la aspereza de los callos de sus manos, en sus músculos adoloridos y trabajados. Agarrotan el alma que dicen que no tiene. La angustia la carcome, pero no les tiene miedo, ya no. Los años en el maquis, pasando miseria y hambre la han curado de espanto. Tranquilamente repite de manera mecánica las rutinas aprendidas hace tanto tiempo de alguien que tampoco recuerda: «relajar el cuello…», «relajar cada vértebra de la espalda…», «ajustar la posición del arma al latido y la respiración…» «Mucho frio, ¡atenta!» ¿Dónde andarán? Aún no se les ve llegar por la curva del sendero, tienen que venir por allí, cualquier otra zona está rodeada por robledales embrozados y peñas tan altas que si no conoces desde chica es casi imposible cruzar. Adela es paciente, está costumbrada a esperar desde pequeña, cuando pastoreaba ayudando a padre por aquellos mismos prados.
Siente el helor del aire en la cara, la humedad de la tierra hace tiempo que ha empapado sus varias capas de abrigo, el intenso olor de las cagarrutas de cabra ha entumecido su nariz, pero ella sigue firme, negándose a dejarles pasar, no en su guardia. Su único ojo alerta se mueve, izquierda, derecha, derecha, izquierda, analizando al instante cada centímetro del paisaje, que sigue sin moverse en ningún momento. Ni siquiera un jodido conejo. «Hace demasiado frio, ¡Reacciona!» Nota como ha cesado el hormigueo en sus piernas dormidas. Sus brazos pesan como cemento armado y ha perdido la sensibilidad en las manos, ¿dónde empieza el arma y dónde el dedo sobre el gatillo? Intenta moverlo sin conseguirlo. Parpadea, confusa, debe resistir, debe… «¿Qué hago aquí, donde estoy?». «¡Frio!»
II
Despierta, agobiada por un peso que la oprime, aplastándola contra algo mullido y confortable. Sus grandes pies están alzados, medio colgando en el aire. La han puesto unos feísimos calcetines color caldero. Suspira, de seguro está en casa, en el sofá frente a la chimenea, sus dos parcos asientos no son capaces de albergar sus ciento noventa centímetros de altura y la han dejado así, como una marioneta enterrada bajo una montaña de mantas de colores pastel, medio espatarrada.
Gira el cuello hacia la derecha, mirando fijamente a la mesita pegada a la pared, sobre ella, un vaso de agua y una pastilla la interrogan. Alzando la mirada, se confirman sus temores, en la pared opuesta, sentada en la mecedora Alicia la mira fijamente. Su mirada la hunde, tristeza, dolor y rabia se unen en sus ojos miel. Pero también es capaz de percibir el alivio y el amor en ellos «a pesar de todo me quiere».
—Veo que has despertado. Vaya susto nos has dado, mujerona.
—Lo sé, lo siento, de verdad, ¿cómo he llegado hasta aquí? Recuerdo estar en la era pelada de frio y luego nada.
—Casi te nos mueres Larga, ¡a quién se le ocurre, irse sola con la escopeta en medio del campo en pleno febrero! Cuando vi que no aparecías después de horas sin saber de ti llamé al Luis, cogimos su camioneta vieja, la que usa para trastear por los campos y te encontramos. ¡Casi no respirabas! Te trajimos a la carrera. ¡A puntito he estado de llamar a urgencias!
—Imagino. No recordé nada hasta que deje de sentirme el cuerpo, y entonces supongo que me desmayé…
—¿Estabas allí de nuevo?
—Sí, los sentía acercarse, sentía que venían, que nos buscaban, como siempre en los montes. No podía dejar que volvieran, que se acercaran al pueblo. Estaban allí de verdad, conmigo, a punto de pasar por el camino. ¡Venían a por mi gente!
—Aquello pasó hace más de 60 años, Te acuerdas, ¿verdad?
—Sí, al sentirme morir recordé, recordé todo.
Tras un largo silencio, Adela se incorpora despacio, escuchando a su cuerpo, deshaciendo capa a capa la cobertura de mantas que ya la agobia. Las empieza a doblar metódicamente en cuadrados, sin pensarlo, y las coloca una sobre otra en el mueble junto a la puerta. Alicia la sigue con la mirada, en silencio, comprendiendo tras tantos años juntas.
Encogiéndose de hombros, resignada, contempla la píldora en la palma de la mano y se la traga junto al agua del vaso. Casi siempre la atonta, la deja adormecida y su cuerpo se rebela tras tantos años de trabajo físico, pero es preferible a las pesadillas y la locura. Y por encima de todo, Alicia, ella no debe sufrir de nuevo. Un poco de pesadez de cabeza no es tan grave.
—Gracias —La mirada de Alicia va cambiando, se suaviza por segundos, y una tímida sonrisa aparece en sus labios, ancianos y sabios.
—Aún no sé por que dejé de tomarlas… bueno, si, es que me hacen sentir inútil, medio lela.
—¡Tú no eres lela! —Alicia salta indignada, sin pensarlo. —Más quisieran los de ahora haber hecho lo que tú has hecho.
—Alicia, ¡yo mataba gente!, ¡personas!
—Tenias que sobrevivir, ahí sola en el monte, con los animales, viviendo en cuevas, todo el día con el arma larga al lado para que algún «camarada» no se te echase encima.
—Era lo que había, la guerra fue una jodienda y lo de después peor, ya lo sabes. Tú tuviste que coger los bártulos y salir pitando a Francia. Sin tus padres ni ná.
—Comparado con lo tuyo, tuve suerte. Los primeros años fueron muy duros, sí, y el exilio en soledad te hace morir por dentro, pero luego pude volver, cuando ese al fin la palmó.
—Menudo par de viejas —Adela no puede evitar reír— yo aprendí a matar y tú a salvar vidas, de enfermera, somos tal para cual.
—Si, ¿verdad? —Alicia se acerca a su compañera y coge su mano, no la molestan en lo más mínimo las durezas, tiene sus propias heridas que compartir. Luego pasa su mano por su cabello de apenas dos dedos, pulcramente cortado y completamente plateado. Sabe que Adela no quiere más que eso, está en su naturaleza, y ella lo respeta y acepta; después se acurruca entre sus brazos, no es una mujer pequeña tampoco, ni frágil en absoluto, pero Adela es más grande y fuerte que la mayoría de los hombres y con su cabeza en su pecho se siente en casa. Minutos más tarde se quedan dormidas, Alicia recostada sobre Adela, que la sujeta con ternura, y Adela sentada y con aquellos horribles calcetines color caldero aun puestos.
III
Entra en el baño, y desnudándose se contempla en el espejo de cuerpo entero pegado a la puerta, sus ojos grises han perdido dureza con los años, pero todavía reconoce un brillo de pasión, y está empezando a aceptar las arrugas que pueblan su cara. Su cuerpo sigue delgado, como siempre, y fuerte por ser culo de mal asiento como decía la yaya, que siempre rezongaba entre dientes de sus idas y venidas, aunque su piel ya no es lo que era, en las cicatrices ya ni se fija, de antiguas que son. Sus pechos nunca han sido grandes, pero siempre bien sujetos por el músculo que les rodea, y por ahora siguen en su lugar con algo de dignidad. Entra en la ducha, bajo el agua muy caliente, y cerrando los ojos recuerda lo que le decía madre cuando la bañaba en la tina metálica con agua traída del arroyo en las cántaras templada en la lumbre. «Deja que el agua se lleve a los malos espíritus y traiga a los buenos». Nunca supo de dónde sacó eso, era la hierbera del pueblo y decían que tenía la gracia en las manos. Madre era realmente sabia, nada gazmoña, y aunque su cara apenas es un recuerdo borroso, aún recuerda sus ojos oscuros y su sonrisa. Imagina como el agua que cae se lo lleva todo, se lo lleva por el desagüe para no volver, mientras sus lágrimas se mezclan con la suciedad. Es el ciclo de la vida, nacimiento, crecimiento, muerte, renacimiento… Entonces, sin pensarlo, cierra el grifo y abre el grifo de agua fría, y aguanta veinte, treinta segundos, mientras el subidón de sensaciones renueva su cuerpo «que llegue lo bueno» invoca.
Tras secarse se pone el pijama gordo, y se arropa en la cama donde Alicia lee con sus gafas de cerca, tapada hasta los hombros, con el libro junto a la cara y echando vaho por la boca. La imagen la provoca una sonrisa.
—Te veo reír Larga, la vamos a tener —dice Alicia bromeando.
—Es que me encanta verte leer cariño, nunca he llegado a coger el hábito. Pero creo que me gustaría. —La propia Adela se sorprende de lo que acaba de soltar.
—Pues claro. Coge mis libros cuando quieras, ya lo sabes. —Alicia la mira, tan sorprendida como ella, pero feliz.
—Pero no me dejes coger ninguno de tristezas y de muertes, ¿Lo prometes?
—Lo prometo Adela, lo prometo.