Publicado originalmente en marzo de 2017
Se sentó justo en el centro de aquella habitación vacía; no le preocupaba mancharse ni contaminarla: el mono blanco estéril reglamentario con la capucha bien ceñida, las fundas del mismo color de sus zapatos y los guantes azules abotonados a las mangas lo impedirían. Hacia años que se había acostumbrado al calor agobiante y claustrofóbico producido por aquella indumentaria y la máscara que cubría su mentón, protegiendo la escena del vello de su espesa barba y epiteliales. Simplemente desconectaba de las húmedas sensaciones de sentir el sudor chorreante por su pelo y su cara.
Eligió sentarse mirando al aparentemente cómodo sofá de tres plazas situado al fondo de la habitación, de un color azul oscuro ya desvaído por innumerables rozaduras de ropas y golpes accidentales.
La habitación estaba en penumbra —como cuando todo había pasado—, solo la luz suficiente para observar los objetos como aquel sujeto los había observado. Clavó la vista en la esquina a su izquierda, justo en la zona en que las dos paredes se unían al techo: una sombra piramidal difusa donde apenas se percibía qué superficie pertenecía a cada muro.
Visualizó su mente como un gigantesco lienzo en blanco, sin límites definidos mirase donde mirase, y relajó la musculatura de sus ojos. Imaginó que estos se llenaban de una cálida luz blanca que se prolongaba hacia sus nervios ópticos, haciendo que estos se ensancharan, se convirtieran en tuberías deseosas de canalizar toda la información posible. A continuación, permitió que la luz, suave y algodonosa, se propagara por el interior de su cráneo en una suerte de masaje luminoso neuronal.
Y entonces empezó. Sus ojos eran como esponjas para la poca luz reinante, tinta luminosa que llegaba hasta su lienzo vacío a través de los ahora amplios canales ópticos. Sin analizar nada de lo que veía, dejó que sus ojos recorrieran cada centímetro de las cuatro paredes: la que tenía enfrente, de un anodino color blanco sucio, con su anodino sofá azul oscuro —ahora cubierto con sangre oscura, oxidada y a medio secar especialmente en la zona izquierda, seguramente el sitio reservado al cabeza de familia, ligeramente más hundido por el peso que las otras dos zonas—. Mamá al lado de papá, y a su lado la niña de 10 años. La familia al completo viendo la televisión. Dejó que todos estos pensamientos, intuiciones debidas a una larga experiencia, flotaran como una nube azulada —del mismo tono azul que el sofá— por encima de su ahora a medio pintar lienzo mental.
Por encima del sofá, un cuadro abstracto de tonos también azulados y grises —un toque de mamá seguro, para intentar dar el contrapunto al absurdo sofá—, un cuadro original, de un gusto razonable aun siendo de un autor desconocido, ahora cruzado en diagonal por una ligera salpicadura de sangre arterial ascendente. Sería fácil de eliminar del marco, pero posiblemente el cuadro quedaría permanentemente infestado de aquella sucesión de gotas que no habían hecho otra cosa que seguir las imparables leyes de la física. Tampoco quedaba mal aquel ligero toque de rojo y su sórdida procedencia posiblemente subiera su precio en el mercado si alguien intentaba venderlo.
Convirtió el cuadro en una pequeña nubecilla gris y la hizo flotar sobre el lienzo. Moviendo la cabeza más a la derecha, una descolorida mesa auxiliar —llena de desconchones, pero libre de polvo— se encontraba pegada al esquinazo; sobre ella el teléfono fijo de la familia, un modelo estándar, de los que proporciona la compañía telefónica de turno. Que fuera el modelo más insubstancial y vulgar del mundo y además estuviera situado en la parte del sofá —aburrido, aburrido, aburrido sofá— ocupada por el niño —¿o quizá era una niña? Ya no lo recordaba, solo su pelo medio dormido y apelmazado de dormitar en el sofá cuando pasó a su lado de la mano de alguien de protección de menores— probablemente indicaba que no lo usaban apenas. No tenía más importancia que la de ser un objeto para recibir alguna que otra llamada ocasional.
Irónicamente, el teléfono seguía allí, brillante e impoluto sin una sola gota de sangre sobre él, indiferente a lo que había pasado apenas unas horas antes. A simple vista la mesita también parecía libre de mácula. Posiblemente el brazo del sofá hubiera actuado de improvisado parapeto. El blanco teléfono tuvo su propia nubecita blanca pinchada en el mapa de su mente.
Girando noventa grados su cuerpo, se fijó en la pared derecha, siguiendo el mismo patrón: esquina izquierda, vacía, aburrida, anodina, no contaba nada nuevo. En el centro de la pared —de manera casi perfecta en el centro geométrico—, un espejo de grandes proporciones que atrajo su atención, marco discreto, casi indistinguible de la superficie reflectante y justo detrás de su propio reflejo —embozado, blanco como un fantasma, rígido como espantapájaros—, se veía la ventana, ahora con la cortina cerrada. Un buen truco, efectivo, para maximizar la luz solar que entraba en la habitación, sin duda un detalle más de mamá; papá tenía bastante con llegar a casa y sentarse en su esquina del letárgico sofá azulón.
Al menos en la habitación no había alcohol a la vista. Olfateó profundamente, paladeando cada molécula de sustancia olfativa, masajeándolas en su nariz y dejando trabajar a la parte más primitiva y animal de su cerebro. Humedad, pero no esa humedad enferma y pegajiza del moho y la podredumbre: era la humedad sana del bosque que rodeaba la casita, con ese dulzón del otoño y los hongos que los micólogos llaman «olor de harina recién molida» —aunque nadie sepa a qué cojones se refieren—. El olor acre de la sangre que impregnaba partes de la estancia, con un leve toque ácido y cobrizo quizá. Pero nada de los vapores dulzones y embriagantes de destilados, ni de los más rudos, térreos, de los fermentados.
Nueva nube, de color plateado, brillante como el espejo, que puso junto a las otras en su mapa mental.
La esquina derecha era una copia clavada de su hermana de la izquierda. Ni un solo adorno, ni uno de esos platos con los que la gente se empeña en adornar las paredes de manera abigarrada y sin ápice de gusto o conocimiento de armonía, geometría o proporciones. Simplemente la pared vacía, aunque era de destacar que, mirando la pared en su conjunto —con el voluminoso espejo en su centro—, tenía su gracia: el mundo natural reflejado en el mundo fabricado por el ser humano, parecía un cuadro en perpetuo movimiento en medio de la nada del blanco crudo.
Otros 90 grados, y ya miraba a la pared opuesta a la del estúpido —aburrido, aburrido, aburrido— sofá. Esquina izquierda: un antiguo reloj de pared que parecía funcionar y marcar la hora correcta. De formas oscuras y sobrias, nada recargadas, pero con la elegancia y la pátina de otros tiempos. Se quedó mirando el péndulo dorado unos minutos, como si intentase autoinducirse un trance hipnótico, hasta que solo veía un borrón dorado moviéndose en el aire.
Ahora escuchaba: tac, tac, tac. Nada de ese estúpido tictac onomatopéyico de los libros. El sonido era exactamente igual en ambos sentidos pendulares: el sonido de los antiguos engranajes bien cuidados y engrasados. Esto le gustaba, cada cosa en su sitio correcto, de la forma correcta, nada de estridencias. Como un suave murmullo bajo el rítmico sonido artificial llegaba parte del sonido del viento agitando las ramas de los árboles, y el breve piar de algún pájaro cercano marcando su territorio. Una nubecita con manecillas, similar a las anteriores, flotaba sobre el lienzo que no dejaba de pintar con su mera voluntad.
Justo a su derecha, en el centro de la pared, la chimenea: una antigua chimenea remodelada y reconstruida no para ser solo bonita, sino también funcional. Mamá también. A papá le hubiera bastado hasta una cutre estufa de butano con la pantalla requemada, ¿verdad que sí? Y seguro que la casa en invierno, pegada al bosque como estaba, podía llegar a ser muy fría.
En el centro del hogar, los pocos restos que quedaban de la ropa quemada de mamá. El pantalón, el suéter y su ropa interior, casi reducidos a cenizas, de manera metódica, como había sido metódico el único corte que había rajado la garganta de papá —posiblemente dormido por los signos observados en el cuerpo que se habían llevado al anatómico forense mientras él se embutía en el inmaculado traje blanco que probablemente ahora estaría grisáceo y moteado de rojo—.
Incluso sentado donde estaba, en el centro de la habitación, podía ver que antes de ser quemadas, las prendas habían sido cuidadosamente dobladas y dispuestas una sobre otra, en un extravagante ritual repetido en otras ocasiones. El grueso jersey era ahora una grotesca pira apenas humeante. Igual que en los cuatro casos precedentes. ¿Qué quería comunicar aquel tipo antes de llevárselas a hombros drogadas y desnudas? ¿Quemar lo antiguo? ¿Trasmutar lo imperfecto? ¿Búsqueda del Fénix? O quizá simplemente una muestra de odio y desprecio, una manera de deshumanizarlas y avergonzarlas, desempoderarlas. Posiblemente una mezcla, decidió. Una ardiente antorcha en forma de nube se unió a las demás flotando sobre el lienzo ya casi completo.
A la derecha de la chimenea, solo la puerta, sin nada especial, ni extravagante ni discreta: una simple puerta que daba acceso al vestíbulo alrededor del cual se repartían baño, cocina, y una escalera que daba acceso a la planta superior con tres dormitorios de tamaño estándar. Quizá más adelante repitiera el proceso en el resto de la casa, pero ahora la prisa empezaba a roerle las entrañas, la prisa de un predador acechando a su presa que casualmente era otro predador.
Apelando a su autocontrol —adquirido durante toda la vida, una vida rodeado de gente que no nunca le había comprendido y nunca le entendería—, giró de nuevo el cuerpo otros 90 grados, hacia la pared con el amplio ventanal. La pared había sido reformada con un delicado equilibrio entre la estanqueidad (gruesos cristales bien sellados a un armazón moderno recubierto de madera antigua pero cuidada) y la máxima entrada de luz. Mamá era licenciada en Bellas Artes y hacía pequeños trabajos artesanales. Seguro que adoraba la luz que entraba a raudales por la amplia cristalera. Aún con la cortina cerrada y la poca luz que quedaba se intuía que el paisaje debía ser conmovedor para los que se preocupan por esas cosas.
Con una súbita inspiración profunda, fue saliendo de su trance poco a poco, obligándose a plegar el lienzo cuidadosamente: por la mitad, en cuartos, octavos, dieciseisavos, y luego haciéndolo entrar en un cajón creado en su mente perfectamente etiquetado con los datos identificativos que le habían llevado a aquella escena del crimen. Tras estirar poco a poco los músculos de su cuerpo ya aterido, se levantó con un brillo en los ojos.
Había llegado el momento de la acción, y todo el mundo sabía que la mejor arma para atrapar a un sociópata era otro sociópata...