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from Psicocriptoautorretrato

Publicado originalmente en septiembre de 2009

El Maestro, sentado en la cumbre de la alta colina, al atardecer, conversaba con el Padre Universal, distendidamente, sin forzamientos, con una perenne sonrisa de oreja a oreja, la de aquel que acepta todo y a todos.

Miraba hacia arriba, donde la tradición dice que habita, aun sabiendo que el Padre/Madre de todas las cosas se encuentra por doquier, en las más diminutas partículas que podamos llegar a imaginar, y en el espacio que las contiene. En aquellos momentos acertó a pasar un pastor de cabras, cansado del largo día, y viendo al Maestro en tal actitud le espetó:

—¿Quién eres tú y qué haces aquí, hablando solo, como un loco?

El Maestro lo miró como solo él podía, con ternura infinita, y contestó:

—Solo soy un carpintero, y estoy aquí hablando con mi Padre, además de esperarte a ti.

—¡Blasfemo! ¡Impuro! ¿No te han enseñado pues que Dios está por encima de todas las cosas? ¿No sabes que está prohibido siquiera pronunciar su nombre? Su venganza será terrible cuando vea que hablas con Él igual que hablarías con un curtidor o un carnicero —dijo el pastor indignado.

—¿Tú no hablas con tu padre? ¿Entonces por qué no hacerlo con el Padre de Todo y de Todos? Ven aquí y te contaré un secreto —dijo el Maestro mientras con un gesto le invitaba a sentarse junto a él.

El pastor, curioso e interesado, se sentó a su lado inmediatamente, y el Maestro, divertido y juguetón como un niño, se inclinó hacia su oído y, lanzando traviesas miradas a su alrededor, jugando a ver si alguien les observaba en tan secreta plática, le susurró:

—Dios es Amor.

—¿Cómo? —el pastor no podía creer que aquel loco pudiera decir cosas tan disparatadas.

En ese momento, los ojos del Maestro se llenaron de risa, centelleantes de puro regocijo y profunda sabiduría.

—Dios es Amor —repitió susurrando el Maestro—, pero no amor como el que tú y yo sentimos, Dios es Amor en su sentido Puro, Pleno e Infinito.

Haciendo una breve pausa, esperando a que el sorprendido cabrero terminara de asimilar la idea, continuó:

—¿Sabías que el Padre/Madre del Universo tiene una relación muy especial, sagrada e inviolable contigo? Es un regalo que te ha hecho.

—¿Y cuál es ese regalo?

—Son muchos y variados. El Padre, en primer lugar, te ha dotado de Libre Albedrío, en modo absoluto; nada ni nadie en el Universo se interpondrá en tus decisiones, aunque las crea erróneas. Y te diré más: cuando realmente desees una cosa con todo tu Corazón, tu Alma y tu Voluntad, el Universo entero conspirará para que lo consigas. El libre albedrío supone Libertad Absoluta, para lo bueno y para lo malo. También te ha dotado de Conciencia, para hacer lo que TIENES que hacer, y no lo que se supone que hay que hacer, y te ha dado dos poderosas herramientas: la Imaginación y la Oración. La primera, que los hombres creen vana e infantil, hace que lo que tú desees sea real, y la Oración, expresada formal o informalmente, es tu Canal Directo con el Padre/Madre. Es, además, un Canal Inviolable y Sagrado, es una comunicación directa entre TÚ y ÉL; ninguna criatura o cosa puede interferir en él. Y además de secreto e íntimo, todo lo que pidas de esa manera, no siendo cosas materiales, te será concedido antes o después, en cualquier modo o lugar, si como ya te he dicho lo expresas desde tu Corazón, tu Alma y tu Voluntad.

Con estas palabras, el Maestro, sonriente, masajeó unos segundos la espalda dolorida del cabrero, que casi inmediatamente se vio profundamente relajado y más a gusto de lo que se había sentido nunca. Y luego se puso en pie y bajó de la Colina.

El cabrero, tras unos minutos en silencio, observando los últimos rayos de sol en el horizonte, repentinamente, Libre al fin, se puso a hablar a las Estrellas, perdiendo su mirada en el Infinito.

 
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from Psicocriptoautorretrato

Publicado originalmente en enero de 2017

El hermano Joseph volvió a escuchar el débil gruñido de queja a su espalda, quizá por décima vez, y volvió la cabeza; ya había perdido la paciencia.

—¡Atalanta! No puedo concentrarme en la lectura si continúas con esos ruidos.

—Verdaderamente, hermanito, no sé cómo los humanos habéis creído tantas tonterías durante tantos siglos.

La voz de la enorme ángel era grave y profunda; su cuerpo, un conjunto de músculos en perfecta armonía, y su color verde esmeralda no desentonaba con el negro de sus alas. Unas enormes alas prácticamente lisas, sin ningún tipo de pluma, de perfecta aerodinámica. Su pelo oscuro y liso caía en el espacio entre ellas, y la espada en su cinto pesaba más que el propio sacerdote. Sus ojos, levemente rasgados, de un color negro azabache sin asomo de blanco en su esclera, aún le ponían los pelos de punta. El cuerpo de Atalanta era el de un animal salvaje: puro instinto, movimientos felinos, el perfecto guerrero; pero también había visto que, mientras paseaba por el gran bosque alrededor del monasterio, las plantas florecían a su paso y los árboles se inclinaban. Su sonrisa podía ser tan tierna y bondadosa que descongelaba el corazón o puro hielo de las nieves eternas.

No en vano era una Ángel de la Madre, la primera renacida en la tierra después de muchos miles de años, y su poder se basaba en la tierra, las nubes, el aire y el fuego. Con sus casi tres metros de altura podía correr, andar, nadar o volar tan rápido como lo deseara y sin el más mínimo esfuerzo, en armonía perfecta con lo que la rodeaba.

—¿Ángeles en el cielo?, ¿asexuados? No tiene pies ni cabeza —continuó ella, indiferente a sus quejas—. Un ángel es lo que es, una Potencia de la Vida encarnada. No existen esas cosas del cielo y el infierno, únicamente energía en diferentes manifestaciones.

—Y muerte —murmuró Joseph mientras la miraba intentando entender.

—Lo que llamáis muerte no es más que otro estado —Atalanta se encogió de hombros—. Simplemente un cambio más: la parte física se descompone en sus partes más elementales para nutrir a otros seres y la parte viva vuelve a unirse con el Todo, quizá para cambiar nuevamente de estado o para permanecer en un estado de contemplación...

—¿Dependiendo de si has sido «bueno» o «malo»? —preguntó intrigado Joseph.

—No existen tampoco esos conceptos, ni hay nada por lo que pagar, ni nada parecido al pecado —los ojos de Atalanta brillaron con intensidad—. Esos son conceptos humanos para manipular y separar.

—¿Humanos? Pero la Biblia dice...

—Un libro escrito por y para humanos. ¿No te das cuenta, hermanito, de que todo lo que te rodea es bello y hermoso, creado para el disfrute? ¿Por qué lo primero que haces cada día cuando te reúnes con tus semejantes honrando al espíritu del mundo en vuestros templos es pedir perdón? ¿Quién crees que te va a perdonar? Y, sobre todo, ¿qué se supone que tiene que perdonarte? —el tono de Atalanta ahora era compasivo y profundamente triste.

—Pido perdón al Padre por mis pecados y mi culpa —adujo Joseph firmemente.

—El Padre no es más que una parte del todo; me entristece profundamente que hace tanto tiempo que olvidarais a la Madre —Atalanta suspiró y se sentó de rodillas frente a Joseph, cogiendo sus débiles hombros entre sus enormes manos—. Y créeme que ni uno ni otro, que en verdad son la misma cosa, tienen nada que perdonar, porque tú eres parte de todo lo que existe...

Repentinamente, movida por algo que Joseph fue incapaz de percibir, Atalanta se puso en pie y miró hacia las montañas.

—Ha llegado el momento, hermanito, debo partir. ¡No me olvides!

—Nunca —susurró Joseph mientras Atalanta se impulsaba verticalmente con un tremendo salto y comenzaba a volar, desapareciendo de su cansada y envejecida vista en segundos.

Sola, en la inmensidad de los cielos, Atalanta volaba dichosa hacia los pueblos de los hombres, llevando un mensaje de paz, hedonismo, creación, sensualidad, sentimientos, tolerancia y amor.

 
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from Tecnomancia

Mis primeros pasos en el mundo de la programación se remontan a tardes de adolescencia frente a un monitor MCGA, tecleando líneas de #BASIC y soñando con los misterios que escondían los manuales de ensamblador para #x86 que devoraba con curiosidad insaciable. Aquellas primeras incursiones en el lenguaje de las máquinas, aunque rudimentarias, plantaron una semilla que germinaría de formas inesperadas años después. La vida, sin embargo, tenía otros planes inmediatos para mí. Mientras mis primeros compañeros de aventuras informáticas se decantaban por carreras técnicas, yo me dejé llevar por otra de mis pasiones y acabé perdiéndome entre los pasillos de la facultad de letras, embriagándome con el aroma de libros antiguos y soñando con bibliotecas infinitas.

Quién me iba a decir entonces que aquella Diplomatura en Biblioteconomía y Documentación, junto con mi pasión por las humanidades, se convertiría en la brújula que guiaría mi vida profesional. No por el camino que imaginaba —entre estanterías y ficheros físicos—, sino a través de un laberinto digital de datos, algoritmos y sistemas interconectados.

Mi reencuentro profesional con la programación llegó de la mano de #Perl, un lenguaje que, con su filosofía de «hay más de una manera de hacerlo», parecía el puente perfecto entre aquel adolescente que experimentaba con #BASIC y el bibliotecario en que me había convertido. Después llegaron #Java y #C#, lenguajes que me enseñaron el valor de la estructura y la disciplina. Y ahora, como quien aprende nuevos idiomas por el puro placer de descubrir otras formas de pensar, me sumerjo en #Python y #NodeJS.

Durante once años, mi hogar profesional fueron los sistemas de gestión bibliotecaria. Había algo poético en utilizar la tecnología para organizar y facilitar el acceso al conocimiento, como si estuviera construyendo una versión moderna de la antigua Biblioteca de Alejandría. Ahora, en el sector educativo, sigo siendo un puente entre mundos: traduciendo necesidades pedagógicas a lenguaje máquina, tejiendo redes de datos entre centros educativos y consejerías autonómicas.

Pero hay algo que nunca he abandonado desde aquellos primeros días frente al monitor de fósforo verde: mi compromiso con el software libre y el procomún. Quizás sea el humanista que llevo dentro, pero siempre he creído que el conocimiento y las herramientas para acceder a él deberían ser libres como el aire que respiramos.

Y es precisamente esta convicción la que me ha traído hasta aquí, hasta este rincón digital propio que ahora inauguro. La deriva de las grandes corporaciones tecnológicas —convertidas en modernos señores feudales de nuestros datos y nuestra atención— me ha empujado a tomar una decisión que llevo tiempo madurando: emprender un éxodo digital.

No me hago ilusiones; sé que será un camino arduo. Nuestras vidas digitales están tan entrelazadas con estos servicios como las raíces de un árbol centenario con la tierra. Desenmarañarlas llevará tiempo, paciencia y, sobre todo, una buena dosis de aprendizaje. Pero ¿no son los mejores viajes aquellos que nos transforman en el proceso?

Este blog, hospedado en mi propio espacio FreeWritely, será mi cuaderno de bitácora. Aquí documentaré cada paso de este viaje hacia una presencia digital más ética y consciente. Compartiré los aspectos técnicos, por supuesto, pero también las reflexiones, los tropiezos y los descubrimientos que surjan en el camino.

Te invito a acompañarme en esta aventura. Quizás, entre líneas de código y reflexiones sobre la tecnología, encontremos juntos una forma más humana de habitar el mundo digital.

Porque al final, como aprendí en mis días entre libros antiguos, toda historia merece ser contada, especialmente aquellas que nos llevan hacia territorios inexplorados.

 
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from Psicocriptoautorretrato

Publicado originalmente en julio de 2015

Cuando entré en el cuarto —como siempre bien iluminado y ventilado, con las paredes repletas de libros—, de un antiguo tocadiscos salía la voz ya madura de Billie Holiday:

How long I wondered, could this thing last
But the age of miracles, it hadn't past
And suddenly, I saw you standing right there
And in foggy London town, the sun was shining everywhere

Y como siempre, doña Clara, sentada en su mesa de trabajo, se afanaba en su misteriosa tarea diaria: con un mapa del mundo pulcramente dibujado a lápiz extendido delante de ella, con paciencia, lentamente, borraba los trazos. Con un suspiro me senté en una silla junto a ella y esperé, como siempre, alguna señal, alguna indicación de qué era aquello que estaba haciendo día tras día. Por primera vez en todas las semanas que llevaba acudiendo a su pequeño despacho, ella volvió la mirada hacia mí y sonrió. Aquella no era una mirada demente; en el fondo de sus ojos se apreciaba una inteligencia brillante. La sonrisa de la nonagenaria me dio fuerza para realizar mi pregunta:

—¿Qué está haciendo, doña Clara?

Con su voz anciana pero firme y serena contestó:

—Estoy reparando la urdimbre del mundo.

Asombrado por aquella extravagante respuesta continué la conversación:

—¿Sabe quién soy?

—Eres Lucas, del hospital psiquiátrico, te envían mis nietos para ingresarme —mientras hablaba sus labios esbozaron una leve sonrisa.

—Bueno, eso no es exactamente así, ellos están preocupados por lo que hace, no saben a qué atenerse. Se pasa usted las horas borrando líneas de viejos mapas pintados a mano.

En ese momento reparé en algo que en todos aquellos días que llevaba yendo, sentado en la misma silla, escudriñando a la anciana, no había notado: en uno de los estantes del secreter se encontraba cuidadosamente colocado un título de Maestra de Primera Enseñanza de la República. Ahora sabía algo más, intuía cómo seguir la conversación.

—¿Repara la urdimbre del mundo borrando líneas de un mapa?

—Exacto. ¿Sabes qué son las líneas que borro?

—¡Las fronteras! —solté de golpe, casi gritando. Ahora lo veía claro.

Ella sonrió, ahora sí, de manera plena, y afirmó con la cabeza.

—Esas líneas son las cicatrices del mundo, cicatrices que los seres humanos nos seguimos empeñando en producir. Herimos la tierra cada vez que nos enfrentamos al otro, negamos al otro, nos sentimos superiores al otro —su voz había ido subiendo in crescendo y por unos momentos recuperó la rabia de su juventud—. Cada vez que dejamos al otro morir en la miseria, cada vez que tememos al otro por ser diferente, por tener otro color, otra cultura, por ser de otro sitio, cada vez que no le dejamos pasar —su voz se extinguió, con un triste suspiro, y volviendo la cabeza hacia mí preguntó—: ¿Aprenderemos alguna vez?

—¿Aprender? —pregunté confuso.

—Que la diferencia no es mala, sino buena, que somos nómadas que decidieron parar un rato y olvidaron seguir su camino.

Mientras reflexionaba sobre su pregunta, mis ojos volaron a través del escritorio, y caí en cuenta de mi error, mi profundo error al haberme obcecado en observar a la anciana como objeto de estudio y no como quien era. En el compartimento situado sobre aquel en que se veía el antiguo título, se encontraba un fajo encintado de antiguas fotos en blanco y negro.

—Adelante, cógelas —me animó.

Con infinito cuidado comencé a pasar las fotos una detrás de otra: doña Clara delante de un grupo de niños vestidos de domingo delante de una vetusta clase, vestida con un uniforme republicano con un pesado fusil a la espalda, rodeada de un grupo de oficiales americanos en algún lugar sin referencias, y finalmente, en una casa de estilo árabe al lado de un hombre de piel levemente bronceada y pelo negro y rizado al que abrazaba por la cintura.

—Argelia, en el exilio —me informó.

Cogiendo una segunda goma de borrar de una cajita al lado del mapa, me miró fijamente diciendo:

—¿Me ayudas?

 
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from Psicocriptoautorretrato

Publicado originalmente en julio de 2017

Con un largo suspiro pensativo, la inmortal —de sempiterno aspecto atemporal— bajó la mirada, contemplando el mecánico procedimiento que había llegado a comprender en cada uno de sus más nimios aspectos, sin dejar por ello de odiarlo en ningún momento. Se negaba a aceptar que pasara de largo, que no la afectara a pesar de sus largos milenios de vida; se negaba al sinsentido.

Extendió sus facultades, su corazón y su alma a lo que estaba por llegar: dolor, un inmenso dolor que acuchillaba sus entrañas y nublaba su entendimiento, un dolor que la recordaba que, a pesar de todo y de todos, aún era un ser sintiente. En el momento que percibió aparecer una nueva cana plateada en su pelo azabache, cerrando los ojos, se obligó a susurrar el nombre de las anteriores en una larga, interminable letanía. No en vano estaba enterrando al último de sus hijos.

—Joseph —terminó. Se dio la vuelta y volvió por donde vino, buscando renovar su comunión con la vida.

 
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from Psicocriptoautorretrato

Publicado originalmente en marzo de 2017

Se sentó justo en el centro de aquella habitación vacía; no le preocupaba mancharse ni contaminarla: el mono blanco estéril reglamentario con la capucha bien ceñida, las fundas del mismo color de sus zapatos y los guantes azules abotonados a las mangas lo impedirían. Hacia años que se había acostumbrado al calor agobiante y claustrofóbico producido por aquella indumentaria y la máscara que cubría su mentón, protegiendo la escena del vello de su espesa barba y epiteliales. Simplemente desconectaba de las húmedas sensaciones de sentir el sudor chorreante por su pelo y su cara. Eligió sentarse mirando al aparentemente cómodo sofá de tres plazas situado al fondo de la habitación, de un color azul oscuro ya desvaído por innumerables rozaduras de ropas y golpes accidentales.

La habitación estaba en penumbra —como cuando todo había pasado—, solo la luz suficiente para observar los objetos como aquel sujeto los había observado. Clavó la vista en la esquina a su izquierda, justo en la zona en que las dos paredes se unían al techo: una sombra piramidal difusa donde apenas se percibía qué superficie pertenecía a cada muro.

Visualizó su mente como un gigantesco lienzo en blanco, sin límites definidos mirase donde mirase, y relajó la musculatura de sus ojos. Imaginó que estos se llenaban de una cálida luz blanca que se prolongaba hacia sus nervios ópticos, haciendo que estos se ensancharan, se convirtieran en tuberías deseosas de canalizar toda la información posible. A continuación, permitió que la luz, suave y algodonosa, se propagara por el interior de su cráneo en una suerte de masaje luminoso neuronal.

Y entonces empezó. Sus ojos eran como esponjas para la poca luz reinante, tinta luminosa que llegaba hasta su lienzo vacío a través de los ahora amplios canales ópticos. Sin analizar nada de lo que veía, dejó que sus ojos recorrieran cada centímetro de las cuatro paredes: la que tenía enfrente, de un anodino color blanco sucio, con su anodino sofá azul oscuro —ahora cubierto con sangre oscura, oxidada y a medio secar especialmente en la zona izquierda, seguramente el sitio reservado al cabeza de familia, ligeramente más hundido por el peso que las otras dos zonas—. Mamá al lado de papá, y a su lado la niña de 10 años. La familia al completo viendo la televisión. Dejó que todos estos pensamientos, intuiciones debidas a una larga experiencia, flotaran como una nube azulada —del mismo tono azul que el sofá— por encima de su ahora a medio pintar lienzo mental.

Por encima del sofá, un cuadro abstracto de tonos también azulados y grises —un toque de mamá seguro, para intentar dar el contrapunto al absurdo sofá—, un cuadro original, de un gusto razonable aun siendo de un autor desconocido, ahora cruzado en diagonal por una ligera salpicadura de sangre arterial ascendente. Sería fácil de eliminar del marco, pero posiblemente el cuadro quedaría permanentemente infestado de aquella sucesión de gotas que no habían hecho otra cosa que seguir las imparables leyes de la física. Tampoco quedaba mal aquel ligero toque de rojo y su sórdida procedencia posiblemente subiera su precio en el mercado si alguien intentaba venderlo.

Convirtió el cuadro en una pequeña nubecilla gris y la hizo flotar sobre el lienzo. Moviendo la cabeza más a la derecha, una descolorida mesa auxiliar —llena de desconchones, pero libre de polvo— se encontraba pegada al esquinazo; sobre ella el teléfono fijo de la familia, un modelo estándar, de los que proporciona la compañía telefónica de turno. Que fuera el modelo más insubstancial y vulgar del mundo y además estuviera situado en la parte del sofá —aburrido, aburrido, aburrido sofá— ocupada por el niño —¿o quizá era una niña? Ya no lo recordaba, solo su pelo medio dormido y apelmazado de dormitar en el sofá cuando pasó a su lado de la mano de alguien de protección de menores— probablemente indicaba que no lo usaban apenas. No tenía más importancia que la de ser un objeto para recibir alguna que otra llamada ocasional.

Irónicamente, el teléfono seguía allí, brillante e impoluto sin una sola gota de sangre sobre él, indiferente a lo que había pasado apenas unas horas antes. A simple vista la mesita también parecía libre de mácula. Posiblemente el brazo del sofá hubiera actuado de improvisado parapeto. El blanco teléfono tuvo su propia nubecita blanca pinchada en el mapa de su mente.

Girando noventa grados su cuerpo, se fijó en la pared derecha, siguiendo el mismo patrón: esquina izquierda, vacía, aburrida, anodina, no contaba nada nuevo. En el centro de la pared —de manera casi perfecta en el centro geométrico—, un espejo de grandes proporciones que atrajo su atención, marco discreto, casi indistinguible de la superficie reflectante y justo detrás de su propio reflejo —embozado, blanco como un fantasma, rígido como espantapájaros—, se veía la ventana, ahora con la cortina cerrada. Un buen truco, efectivo, para maximizar la luz solar que entraba en la habitación, sin duda un detalle más de mamá; papá tenía bastante con llegar a casa y sentarse en su esquina del letárgico sofá azulón.

Al menos en la habitación no había alcohol a la vista. Olfateó profundamente, paladeando cada molécula de sustancia olfativa, masajeándolas en su nariz y dejando trabajar a la parte más primitiva y animal de su cerebro. Humedad, pero no esa humedad enferma y pegajiza del moho y la podredumbre: era la humedad sana del bosque que rodeaba la casita, con ese dulzón del otoño y los hongos que los micólogos llaman «olor de harina recién molida» —aunque nadie sepa a qué cojones se refieren—. El olor acre de la sangre que impregnaba partes de la estancia, con un leve toque ácido y cobrizo quizá. Pero nada de los vapores dulzones y embriagantes de destilados, ni de los más rudos, térreos, de los fermentados.

Nueva nube, de color plateado, brillante como el espejo, que puso junto a las otras en su mapa mental.

La esquina derecha era una copia clavada de su hermana de la izquierda. Ni un solo adorno, ni uno de esos platos con los que la gente se empeña en adornar las paredes de manera abigarrada y sin ápice de gusto o conocimiento de armonía, geometría o proporciones. Simplemente la pared vacía, aunque era de destacar que, mirando la pared en su conjunto —con el voluminoso espejo en su centro—, tenía su gracia: el mundo natural reflejado en el mundo fabricado por el ser humano, parecía un cuadro en perpetuo movimiento en medio de la nada del blanco crudo.

Otros 90 grados, y ya miraba a la pared opuesta a la del estúpido —aburrido, aburrido, aburrido— sofá. Esquina izquierda: un antiguo reloj de pared que parecía funcionar y marcar la hora correcta. De formas oscuras y sobrias, nada recargadas, pero con la elegancia y la pátina de otros tiempos. Se quedó mirando el péndulo dorado unos minutos, como si intentase autoinducirse un trance hipnótico, hasta que solo veía un borrón dorado moviéndose en el aire.

Ahora escuchaba: tac, tac, tac. Nada de ese estúpido tictac onomatopéyico de los libros. El sonido era exactamente igual en ambos sentidos pendulares: el sonido de los antiguos engranajes bien cuidados y engrasados. Esto le gustaba, cada cosa en su sitio correcto, de la forma correcta, nada de estridencias. Como un suave murmullo bajo el rítmico sonido artificial llegaba parte del sonido del viento agitando las ramas de los árboles, y el breve piar de algún pájaro cercano marcando su territorio. Una nubecita con manecillas, similar a las anteriores, flotaba sobre el lienzo que no dejaba de pintar con su mera voluntad.

Justo a su derecha, en el centro de la pared, la chimenea: una antigua chimenea remodelada y reconstruida no para ser solo bonita, sino también funcional. Mamá también. A papá le hubiera bastado hasta una cutre estufa de butano con la pantalla requemada, ¿verdad que sí? Y seguro que la casa en invierno, pegada al bosque como estaba, podía llegar a ser muy fría.

En el centro del hogar, los pocos restos que quedaban de la ropa quemada de mamá. El pantalón, el suéter y su ropa interior, casi reducidos a cenizas, de manera metódica, como había sido metódico el único corte que había rajado la garganta de papá —posiblemente dormido por los signos observados en el cuerpo que se habían llevado al anatómico forense mientras él se embutía en el inmaculado traje blanco que probablemente ahora estaría grisáceo y moteado de rojo—.

Incluso sentado donde estaba, en el centro de la habitación, podía ver que antes de ser quemadas, las prendas habían sido cuidadosamente dobladas y dispuestas una sobre otra, en un extravagante ritual repetido en otras ocasiones. El grueso jersey era ahora una grotesca pira apenas humeante. Igual que en los cuatro casos precedentes. ¿Qué quería comunicar aquel tipo antes de llevárselas a hombros drogadas y desnudas? ¿Quemar lo antiguo? ¿Trasmutar lo imperfecto? ¿Búsqueda del Fénix? O quizá simplemente una muestra de odio y desprecio, una manera de deshumanizarlas y avergonzarlas, desempoderarlas. Posiblemente una mezcla, decidió. Una ardiente antorcha en forma de nube se unió a las demás flotando sobre el lienzo ya casi completo.

A la derecha de la chimenea, solo la puerta, sin nada especial, ni extravagante ni discreta: una simple puerta que daba acceso al vestíbulo alrededor del cual se repartían baño, cocina, y una escalera que daba acceso a la planta superior con tres dormitorios de tamaño estándar. Quizá más adelante repitiera el proceso en el resto de la casa, pero ahora la prisa empezaba a roerle las entrañas, la prisa de un predador acechando a su presa que casualmente era otro predador.

Apelando a su autocontrol —adquirido durante toda la vida, una vida rodeado de gente que no nunca le había comprendido y nunca le entendería—, giró de nuevo el cuerpo otros 90 grados, hacia la pared con el amplio ventanal. La pared había sido reformada con un delicado equilibrio entre la estanqueidad (gruesos cristales bien sellados a un armazón moderno recubierto de madera antigua pero cuidada) y la máxima entrada de luz. Mamá era licenciada en Bellas Artes y hacía pequeños trabajos artesanales. Seguro que adoraba la luz que entraba a raudales por la amplia cristalera. Aún con la cortina cerrada y la poca luz que quedaba se intuía que el paisaje debía ser conmovedor para los que se preocupan por esas cosas.

Con una súbita inspiración profunda, fue saliendo de su trance poco a poco, obligándose a plegar el lienzo cuidadosamente: por la mitad, en cuartos, octavos, dieciseisavos, y luego haciéndolo entrar en un cajón creado en su mente perfectamente etiquetado con los datos identificativos que le habían llevado a aquella escena del crimen. Tras estirar poco a poco los músculos de su cuerpo ya aterido, se levantó con un brillo en los ojos.

Había llegado el momento de la acción, y todo el mundo sabía que la mejor arma para atrapar a un sociópata era otro sociópata...

 
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